Es muy importante conocer qué tipo de suelo tienes en tu jardín para decidir qué plantas cultivarás, qué riego instalarás y cómo debes pretratar la tierra. Podemos dividir el tipo de suelo en dos grandes grupos en función de sus propiedades:
El suelo arcilloso está formado por partículas de roca diminutas que se aglutinan por efecto de la humedad y una vez secas se compactan formando terrones de diferentes tamaños. Si cogemos un puñado de tierra arcillosa y lo aplastamos, comprobaremos que se forma una bola más o menos compacta si está húmedo o se deshace cuando está seco.
La principal ventaja con la que cuenta este tipo de suelo es su fertilidad, pero al regarlo, debido a su mal drenaje, el agua se estanca en la superficie y priva a la planta de los nutrientes necesitarías para desarrollarse en óptimas condiciones. Además, la tierra se compacta y ralentiza el crecimiento radicular.
Los suelos arcillosos pueden enmendarse añadiendo compost, ya que la partícula fina de arcilla se une a la partícula del humus y hace el compuesto arcilloso-húmico aporté porosidad para que el agua penetre mejor.
Los suelos arenosos están formados por partículas de roca más grandes y al cogerlas con la mano, la tierra se nos escapará entre los dedos si está seca o se formará una pasta fina que secará con rapidez.
Este tipo de suelos son muy permeables luego deben ser regados con mayor frecuencia, pero al regarlo los nutrientes van disolviéndose y dispersándose.
Por mejorar un poco las propiedades humectantes del suelo, se le debe aportar materia orgánica para el suelo gane fertilidad y las plantas encuentren nutrientes fitodisponibles. Sin embargo, el suelo arenoso sí que puede ser bueno para el cultivo, por ejemplo, de césped o de plantas crasas como cactos y suculentas.